miércoles, 12 de agosto de 2015

Tercera edición




Hace unos meses presentamos Los años de la ballena en el Club de Letras de la Universidad de Cádiz. Disfruté mucho con la acogida, las preguntas y los comentarios de mis compañeros y compañeras de encuentros, ellos conocen el oficio y supieron llegar a los entresijos de la creación, propiciando un ambiente ideal para compartir vivencias literarias. Pero lo que más me sorprendió fue la intervención del Doctor José Antonio Hernández Guerrero, catedrático emérito de la Universidad de Cádiz y director de nuestro querido Club de Letras. Cuando terminó de trasladarnos sus impresiones sobre Los años de la ballena me miró esperando alguna opinión, pero no pude nada más que trasladarle mi agradecimiento con palabras entrecortadas. Él es un referente para mí en muchos sentidos. Su amor a la vida, su pasión por su trabajo y su afán por compartir sus conocimientos y reflexiones son un continuo referente para quienes le rodean. Me precio de ser una de esas personas que disfrutan de su sabiduría compartida, y que mi novela llegue a ser motivo de uno de sus análisis es en sí un auténtico premio para un neófito como yo. Pasadas varias semanas le pregunté si aquel análisis podría introducirse como prólogo en una posible tercera edición de Los años de la ballena. Obtuve su aprobación inmediata y hoy os presento la tercera edición con prólogo de José Antonio Hernández Guerrero. Todo un lujo que agradeceré siempre de todo corazón a mi querido profesor.



A continuación, podéis leer el prólogo completo:




Prólogo



Los años de la ballena: Una amable invitación para que vivamos la literatura y para que leamos la vida

                                                   José Antonio Hernández Guerrero

A los lectores que caigan en la tentación de ojear –o incluso de hojear- esta novela me atrevo a pronosticarles que tropezarán con serias dificultades para frenar sus impulsos devoradores antes de terminar de recorrer, paso a paso, la zigzagueante y amena ruta que Rubén transita por Barcelona, Jerez, San Fernando y Cádiz, a través de las 256 páginas de este interesante y ameno relato. En mi opinión, la razón de la intensa atracción que ejercen las pinturas de los espacios, los dibujos de los perfiles humanos de los personajes y los relatos de las peripecias de los episodios aquí narrados radica en la feliz convergencia de varios recursos intensamente expresivos.

Me ha llamado la atención, en primer lugar, esa eficaz manera de obligarnos amablemente a plantear sucesivas preguntas, a dudar entre las múltiples respuestas y, sobre todo, a buscar, en nuestros recuerdos, unas experiencias análogas a las que viven los diferentes personajes. Fíjense, por ejemplo, en la retahíla de cuestiones que Rubén se plantea a él mismo, al “techo de la habitación” y, por lo tanto, a nosotros, los lectores:
¿Qué misterio se cernía sobre aquella señora mayor? ¿Qué podría esconder para huir de esa forma ante su cámara? ¿Creería entonces que sus tomas iban expresamente dirigidas a ella con alguna extraña intención? ¿Se sintió vigilada por él? Eran muchas las preguntas que hacía Rubén al techo de la habitación de su pequeño apartamento alquilado mientras se cruzaba las manos bajo la nuca. El techo permaneció mudo (63).

Tengo la impresión de que uno de los propósitos del autor de Los años de la ballena es animarnos para que, durante la lectura, vayamos completando con nuestra imaginación esos sugerentes huecos que intencionadamente deja libres o, en otras palabras, estimularnos sagazmente para que, al menos mentalmente, construyamos nuestra propia novela. Y es que Antonio Díaz González sabe muy bien que leer consiste, no sólo en interpretar un texto, sino también en establecer una íntima comunicación con el autor e, incluso, en mantener un diálogo abierto con cada uno de los personajes.  

Es cierto que las novelas, por pertenecer al género literario de ficción, cuentan hechos imaginarios pero también es verdad que, cuando el autor posee la habilidad de enviarnos sutiles guiños ofreciéndonos datos comprobables, puede lograr que recibamos la impresión de que relata unas historias reales próximas a las que nosotros hemos vivido en lugares tan concretos como, por ejemplo, la Plaza de Cataluña o el Barrio Gótico, de Barcelona; la Iglesia Mayor, la Calle Real, La Carraca, La Constructora Naval,  la Plaza de la Iglesia, la Iglesia de la Pastora o el Caño de la Jarcia, de San Fernando; una huerta de Chiclana: el Barrio de la Viña, la taberna de El Manteca o la Cuesta de las Calesas, de Cádiz. En eso consiste, como es sabido, el arte de lograr que los episodios narrados sean “verosímiles” y, por lo tanto, creíbles. En el conjunto de descripciones y de narraciones, sin embargo, he observado un permanente equilibrio entre las referencias a objetos y a hechos reales, y entre los datos constatables y los episodios creados mediante un esmerado ejercicio imaginativo.

Otro acierto de esta obra es, en mi opinión, la hábil disposición de la trama. Me refiero, no sólo la atinada articulación de los episodios para despertar el interés y para mantener la atención sino, también y especialmente, al oportuno trenzado entre el relato grabado de Marta, la anciana, y las peripecias contadas por Rubén. Ese cambio de registro, además de incrementar la aludida verosimilitud, nos genera la impresión de que, los personajes, al hacernos partícipes de confidencias íntimas, nos ofrecen su leal amistad.

He de reconocer, sin embargo, que los rasgos más caracterizadores de esta novela y, a mi juicio, los más valiosos si aplicamos unos criterios estéticos, son la densidad literaria, la agudeza analítica y la profundidad crítica. Partiendo del supuesto de que, como texto perteneciente al “género literario narrativo”, es una composición artística, la delicadeza sensorial, la finura sentimental, la fuerza imaginativa y, en resumen, el mensaje vital, alcanzan una relevancia peculiar. Antonio Díaz González muestra una singular destreza para sentir, para expresar y para hacer que los lectores, sus confidentes, seamos partícipes de sus sensaciones y de sus emociones. Fíjense, por ejemplo, en la exactitud con la que dibuja la expresión de ese rostro que, al transmitir la sensación de neutralidad, genera esperanza: “Sabía que no lo tenía fácil, sin embargo, esa sensación de neutralidad que apreció en el rostro maduro de dio esperanzas […] a pesar de que aún no sabía que fue su bigotón entre gris, blanco y amarillo lo que realmente le impidió apreciar su verdadera expresión” (19).

Con los datos que en esta obra se recogen podemos comprender cómo las caras traslucen de manera directa la configuración del espíritu y las razones por las que, a veces, nos empeñamos inútilmente en disfrazarnos para ocultar nuestra verdadera personalidad. A mí me llama la atención, además, la importancia que el autor concede a los sonidos y, por lo tanto, la insistencia con la que aplica su fino oído para, por ejemplo, captar el efecto que produce la mezcla del acento catalán y el andaluz con el ruido de la cuerda chocando contra el suelo cuyos ecos parecían encoger más aún la placita (43). Pienso que resulta especialmente acertada su eficaz manera de relatar los ecos psicológicos de aquellos reiterados ruidos que ambientan y perturban algunas de las decisiones de Rubén:   

Un conjunto de cinco o seis sonidos secos y metálicos, distintos todos y repetitivos hasta casi la hipnosis, ponían banda sonora a toda la calle. Triquitrín tron tran, triquitrín tron tran, triquitrín tron tran… A Rubén se le metió el ritmillo en la cabeza. Entró en el amplio portal vecino a la imprenta y se dirigió a las escaleras hacia la vivienda de la huidiza señora. La duda se apoderó de él en el primer escalón. ¿Qué coño hago aquí? (46).

…Por el segundo piso todavía seguía con el triquitrín tron tran en su cabeza, aún sin oírlo ya por la distancia. Todo cuanto pensaba, incluso sus pasos en cada peldaño, se iba acomodando a aquel ritmo tan pegadizo. Recordó entonces al impresor con delantal azul que metía una hojilla en la máquina cada vez que ésta se abría como un animal hambriento. Pensó también en la vida privada de aquel hombre, en cómo podía influir esa locura de ritmo cadencioso en su vivir diario. ¿Andaría hasta su casa sintonizando sus pasos con el triquitrín tron tran? ¿Haría el amor con su mujer imponiendo esa cadencia? (46).

No se me quitaban de la cabeza aquellos sonidos que oía mientras buscaba por la vía del tren…, ra-ta-ta-ta… era como un martilleo que no se me iba (59).

No tengo inconvenientes en formular la hipótesis de que la fuerza comunicativa de este texto se origina, sobre todo, en amplia capacidad para lograr que los lectores sintonicemos con las emociones contradictorias de la esperanza y temor, de la alegría y la pena, del cariño y la antipatía o de la codicia y la generosidad.  

“Una preocupación le invadió sin avisar. Aún no conociendo bien a aquel chico, se lo habían asignado en su día de prueba y sin apenas darse cuenta el novato había conseguido que le aflorara un sentimiento paternal de protección. El fragor del enfrentamiento, los gritos y los estallidos de los cartuchos con balas de goma no hicieron sino aumentar su preocupación, eso no evitó que siguiera disparando su cámara apuntando hacia las cargas y las carreras de manifestantes y policías” (20).

Otro de los criterios que he aplicado para medir el grado de densidad  poética de esta novela es la cantidad, la variedad y la originalidad de las imágenes, construidas mediante comparaciones explícitas y metáforas sorprendentes. Como ejemplo ilustrativo nos puede servir la eficaz explicación que nos ofrece del momento en el que descubre la intensidad de su irrenunciable vocación fotográfica:   

En tan solo una noche, parecía como si una pequeña grieta se hubiera abierto en el embalse escondido de su vocación y, a modo de vía de agua, el desbordamiento de sus deseos por ese puesto de trabajo inundó todo su ser (31).
Una especie de corriente eléctrica recorrió entonces el cuerpo de Rubén. Concluyó que de pronto había sido protagonista de algo parecido a un bautismo periodístico. De golpe entendió lo que suponía el periodismo en aquellos días y como si de un acto ceremonial se tratara, se unió a aquella extraña comunidad de testigos de excepción, a aquel grupo de extravagantes notarios de días tan históricos… y tan cotidianamente grises” (33). 

El análisis crítico de esta obra me permite concluir que, en el fondo íntimo de la narración de los diferentes episodios, en la manera variada de describir los diversos talantes de los personajes e, incluso en el atinado uso de los múltiples procedimientos literarios, podemos identificar los rasgos que, adecuadamente articulados, dibujan la concepción de la existencia humana: del tiempo, de los espacios, de los trabajos, del ocio, de la familia, del amor y de la amistad. Es un modelo ideal que da sentido a los diferentes comportamientos relatados. Como ejemplo suficientemente expresivo me permito reproducir un fragmento en el que, de manera notablemente aguda, se explica el riesgo que a todos nos acecha de absolutizar, sacralizar y divinizar algunas de nuestras convicciones: 

…Chon abrió la losa de la cocina que daba al aljibe y en cuanto nos dimos cuenta nos fuimos las dos corriendo a mirar dentro. Para mi era una alberca llena de misterio, y mira por donde, Chon sacó al galápago con el cubo. El pobre arañaba las paredes con las uñas de las patas sin poder salir, animalito, con un ruido de lata de esos que te arañan las tripas, lo cogió sin miramientos y lo tiró rodando hasta donde estaba Pellejochoco. El pobre galápago se llevó un rato haciendo el trompo bocabajo hasta que se paró, sacó el pescuezo y apretando el pico contra el suelo se puso derecho. Las dos mirábamos como tontas a la tortuga y al perro. Empezaron a olerse y se acercaron los hocicos hasta tocarse. En ese momento le dije a Fuen: `Habla flojito, ahora Pellejochoco es el dios de la tortuga´. No  creas que no he pensado mucho en aquella tontería. A veces los niños tienen más cordura de lo que parece en las pamplinas que dicen. El galápago no conocía a otro ser de más altura que Pellejochoco, así que lo mejor es no encerrarse en albercas ni aljibes, mirar un poquito más allá y buscar la luz, de vez en cuando, no vaya a ser que te creas que cualquier Pellejochoco es un dios… ¿no crees tú? (35). 


José Antonio Hernández Guerrero







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