domingo, 23 de octubre de 2016

Recuerdos cítricos

En la Tertulia Literaria Rayuela de San Fernando organizamos a veces una especie de juego literario. Consiste en que uno de sus miembros elige una imagen y el resto debe escribir un texto inspirado en esa imagen. Resulta muy ameno y enriquecedor, sobre todo por la calidad literaria de mis compañeros y compañeras de tertulia. Esta es mi modesta aportación al juego:  





Cádiz, 3 de febrero de 1981

Querido Esteban,

hace unas semanas estuve de nuevo en Prado del Rey. Hacía años que no volvía. Visité a tu madre y a Engracia. Les dio mucha alegría, sobre todo a Engracia. Tu madre, la pobre, comenzaba a alegrarse por cualquier caricia, viniera de donde viniera. No me reconoció, pero me di cuenta de que tampoco parecía conocer a sus propias vecinas. Engracia me puso al día de todo. Me dijo que de vez en cuando bajabas a pasar unos días con ellas y que lo pasabas mal en esas visitas. Me explicó que la última vez fue la peor y que te fuiste muy apenado.  

Hoy, casualmente, me he encontrado a tu primo Andrés en la plaza de abastos. Ya me lo había encontrado otras veces, al parecer vive en Cádiz desde hace poco, no tanto como yo, que aún recuerdo los calcetines blancos que llevaba el día que subí por primera vez las escaleras de aquel bloque de pisos en el Cerro del Moro. Andrés me dijo lo de tu madre. La pobre, descanse en paz. Creo que fue lo mejor que le podía pasar, perdona que sea tan clara. Hay cosas que no entiendo, no me entra en la cabeza que Dios permita que una persona se vaya tan lentamente, que el sufrimiento la vaya apagando a base de dolores. Lo sé por experiencia, Esteban, durante cuatro años trabajé de auxiliar en una residencia y tuve que verlo directamente día a día.

Bueno, no solo te escribía para darte el pésame. También quería contarte que aquel día, cuando estuve en el pueblo, me paseé con tu madre y con Engracia. Empezamos en la puerta de tu casa y tiramos hacia arriba por la calle Pajarete. Saludamos a varias vecinas y todas me decían lo mismo, que me veían muy guapa, ya ves, siguen siendo mentirosillas. Tu madre iba en silencio, Engracia era la que lo hablaba todo, hasta que llegamos al árbol. Íbamos a seguir y tiramos de ella, pero se quedó quieta mirando cada rama. Se fijó en las hojas y en cada uno de sus limones y naranjas. ‘Este árbol lo plantó mi Juan’, dijo. Me di cuenta de que se refería a tu padre. Luego señaló la i griega que formaban sus ramas en el tronco, siguió hablando en voz baja y tuve que acercarme más para oírle decir que aquel injerto lo habías hecho tú. ‘Mi Esteban’, dijo ella. Luego me miró a mí, me señaló y me dijo ‘y tú también’. Sí, Esteban, eso nos dijo tu madre. Yo no tenía ni idea de que ella lo supiera, que estuviera al tanto de que tú hiciste aquel injerto, y menos aún de que yo había estado presente. No pude preguntarle nada más, al terminar de decirlo siguió caminando en su mundo, ajena a todo lo que nos rodeaba. Qué misterio, ¿no?

Bueno, no sé siquiera si tú recuerdas todo aquello, yo creo que sí. Una de las razones por las que sigo visitando Prado del Rey es precisamente aquella madrugada. Por tus explicaciones sobre lo que hacías con tu navaja y la ramita de limonero a la luz de la luna, por tus manos y dedos de hombre a pesar de que no tenías ni quince años, por tu madurez orgullosa, por tu apego a tu tierra… y por todo lo que pasó aquella madrugada antes del injerto...

Nunca he podido imaginarte en tu fábrica de Alemania, ni caminando por la nieve en estos días de frío, lo siento. Siempre que pienso en ti te imagino con las mangas remangadas hasta el sobaco y tu sonrisa de niño malo, como aquella noche.

Tu dirección me la ha dado Engracia, pero no te enfades con ella, la culpa ha sido mía, no sabes la lata que le he dado. Ahora ya sabes la mía, a lo mejor te apetece pasar por Cádiz una de esas veces que vienes de vacaciones. Ah, y si aún huele esta carta cuando te llegue, es por las ralladuras secas de limón y naranja que he metido en el sobre, son de tu árbol.


Un beso, espero que hasta pronto.
Margarita Estévez

viernes, 14 de octubre de 2016

Un Nobel suicida

Lo siento, no tengo costumbre de leer en estonio, japonés, árabe o cualquiera de las lenguas en las que escriben los demás candidatos al Nobel de Literatura de este año. Les pido disculpas, no he tenido oportunidad de estar presente en las deliberaciones del jurado, aunque sé que habría disfrutado de los ágapes con que habrán agasajado a sus miembros. Les ruego me perdonen, no conozco a fondo la  épica griega, el género poético más antiguo, en la que se transmitieron  por siglos hermosos textos de manera oral a través de los rapsodas que cantaban acompañados por instrumentos de cuerdas y que sólo tardíamente se mostraron de forma escrita. Les ruego sepan perdonarme, no conozco la obra de Safo, Arquíloco, Tirteo, Baquílides, Píndaro, quienes componían sus poemas para el canto.

Sí, el premio Nobel de este año ha ido a parar a un entretenedor de masas, uno de esos que ninguna madre querría para su niña, un cantautor, cuyo trabajo describieron los Antílopez con tanto acierto:

“Todo aquel que lo haga por vicio,
Por vivir a muerte hasta perder el juicio
Haciendo de su sueño un suplicio
Con el alma en cuarentena y la voz al borde del precipicio”


Les pido mil y una veces disculpas: No puedo opinar sobre el Nobel de este año. 

¿Que a quién deberían habérselo concedido? Y yo qué sé, quizá la respuesta esté en el viento.


lunes, 3 de octubre de 2016

Poleás




Poco a poco se fue sintiendo más calmado. El ruido de sus bronquios pasó a ser acompasado y leve. Una sensación extraña le hizo disfrutar, al principio como la luz de un faro intermitente, con idas y venidas de sus dolores. Los destellos de dolor y luz se fueron transformando en aromas. Primero el del aceite caliente, luego el de la cáscara de limón y más tarde de la matalahúva. Se olvidó por completo de su respiración forzada y agria hasta antes del chute en vena. Ahora tenía otra ocupación en sus sentidos, el anciano veía de nuevo a su joven madre ofreciéndole un tazón de poleás con coscorrones de pan frito y canela. La vida no quería despedirse sin aromatizar la habitación del hospital a base de infancias y caricias.