jueves, 20 de septiembre de 2018

La flamígera memoria de Antonio Díaz (Reseña)





La flamígera memoria de Antonio Díaz 

Por Mauro Barea

Suelo leer libros con temática local para que, a través de las ficciones y sus profundidades, los personajes me presenten diferentes ángulos de la tierra que piso y de la que desconozco muchas cosas. Escribir amparado en el ámbito local es una cuestión delicada, pues la mayoría de estos textos fracasa en intentos burdos porque sus autores suelen perderse en la superficialidad, consecuencia del abuso de los artificios el lenguaje y del «creer conocer la calle donde nació». Conocí San Fernando hace ya unos seis años, pero llevo residiendo dos; por curiosidad propia suelo documentarme allá adónde voy, no solo de la orografía y lo obvio del paisaje superficial; me aboco a conocer el pasado que ha convertido en presente, en este caso a La Isla de León. Magistralmente editado por el Club de Letras de la Universidad de Cádiz y bellamente ilustrado por Carlos C. Laínez, La memoria en llamas es un libro cuyos personajes me cuentan historias personales, a veces con una carga introspectiva que da la impresión de estar acechando por una ventana secreta. Y así lo hace Antonio: señala y abre resquicios en la piedra; sitios que a simple vista no encontraremos en la Calle Real, en la calle San Rafael, o en las barcas de la Casería. Personalmente, eso es lo que busco en libros de una tierra que quiero comprender, y Antonio me echa un cable muy bueno con su narrativa, que hay que decir, es impecable y amena. Independientemente de que su temática se centre en puntos que para un no nacido aquí como yo sean incomprensibles, con Antonio ocurre un fenómeno curioso: logro visualizar lugares y situaciones con nitidez, reconozco ciertos hilos que pueden conectar con mi bagaje cultural y de experiencias lejanas. Debo acotar que también me crie en la costa y comparto con Antonio el aroma de la sal marina, los cuarenta a la sombra y el placer absoluto de sumergirse en el mar. Las épocas en las que se centra el libro son cercanas a mi infancia, aunque nunca conocí el jabón Lagarto, no he saboreado un tazón de poleás, mucho menos conozco el potaje de berzas. La temática del fuego puede resultarnos engañosa: no todas las historias se centran obligadamente en este elemento —aunque algunos lo lleven muy bien escondido, o cumplan como un símbolo tras bambalinas—, pero los personajes cumplen la función de «arder» bastante bien y fungen de puente con las historias: el desesperante Alinandito, los sinvergüenzas Congui y Mori, el inolvidable Antoniezú, y los «fenicios» que dan título a Rosario y Chano, uno de mis relatos favoritos. El libro se presenta como la pleamar de Camposoto: los relatos, que inician con la extensión de una sola —y potente— frase, se van engrosando conforme uno se adentra en la lectura. Las olas de palabras van anegando la playa de papel ahuesado, hasta terminar con relatos ricos y complejos, entonces llegamos al incendio máximo. Un libro con esta temática local no puede ser condenado a la ignorancia. Como mexicano tratando de adaptarme a una región tan rica como la andaluza, La memoria en llamas me transmite muchos y variados elementos para lograr la conexión con las tierras de Cádiz. Su prosa, como ya he mencionado, amena y sin mucha floritura a pesar de sus coqueteos con la poesía, es el tipo de narrativa que se agradece cuando las profundidades del pensamiento —de la cabeza de Antonio— son llevadas a las historias, donde prevalece un área geográfica muy pequeña y que el lector a duras penas puede conocer en la realidad.  La memoria en llamas es un llamado a la experiencia y el deleite de las historias locales que pueden resonar en cualquier parte del mundo. Si el libro funcionó bastante bien con un mexicano, no me imagino lo que producirá en el gaditano, en el andaluz.

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