viernes, 29 de mayo de 2015

Susurros, silencios y la parte de los ángeles

Artículo publicado en el diario El Castillo de San Fernando (28-5-2015)

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Hay algo bien sabido en el mundillo bodeguero: en todas las barricas de vino se pierde un porcentaje de líquido en el proceso de vinificación, pérdida achacada a la evaporación y otros procesos químicos y causante del característico aroma del interior de las bodegas. Los franceses, tan amantes ellos del vino y la poesía, califican esa pérdida como la parte de los ángeles, como queriendo hacernos ver que por sus bodegas pululan unos seres asexuados amantes del silencio y el buen vino. Y es que, si vamos a hablar de silencios, nada mejor que la fresca penumbra entre barricas para ponernos en situación. Tiene algo de religioso, de claustro conventual. No es de extrañar el hecho de que durante tantos años estuvieran tan unidos conventos y bodegas, como sucedía con la donación de yemas de huevo que hacían los bodegueros a las monjas después del aclarado o proceso de decantación del vino a base de claras. Todos conocemos la habilidad de ciertas congregaciones en el arte de la repostería, en parte gracias a esa costumbre. Por cierto… ¿vendrá de ahí el nombre de clarisas…?
En contraposición a esos silencios ancestrales, estamos sumidos en la era del ruido. La vida actual es el paraíso del decibelio. Las posibilidades de guardar o disfrutar un poco de silencio empiezan a ser tan escasas como las de ver perros enterrando huesos, postillas en las rodillas de los niños o mañanas de días de reyes con risas infantiles en las calles. Sí, estamos sumidos en ruido, y ya no me refiero en exclusiva al sonoro, también al ruido de los medios, de las redes, de las comunicaciones espurias, de las falsedades, odios ocultos o afanes de protagonismo. Falseamos nuestra imagen en las redes para hacer ver al prójimo que la nuestra es la felicidad total en contraposición al aburrimiento de los silenciosos. ¿Cómo voy a dejar pasar la oportunidad de que el mundo vea que me estoy jalando un maximojito en la playa? Sí, lo verán curritos que a estas horas estarán sudando la gota gorda en un trabajo míseramente remunerado, pero ese no es mi problema. Hace unas semanas tuve ocasión de ser testigo de un espectáculo digno de estudio sociológico. Esperaba a la apertura de la sede de la Asociación de la Prensa de Cádiz en la calle Ancha mientras una multitud guardaba cola para entrar en la heladería Los Italianos. La aglomeración se extendía desde dentro de la calle hasta ocupar parte de la Plaza de San Antonio. El premio a la larga espera consistía en un cucurucho de helado que el establecimiento regalaba por su 75 aniversario. Vi salir parejas, grupos de chicas y chicos, jóvenes en solitario, ancianos… y no se podría decir que tuvieran cara de cascabeles precisamente, sobre todo después de tan larga espera, pero eso sí, era sacar el móvil para la fotografía obligada, esa que segundos después estaría circulando por las redes para envidia de la humanidad y sus rostros se iluminaban ante el flash, encendidos por la fuerza del mira qué feliz soy.
Estamos cambiando el poso decantado por el paso acelerado. Benditos y benditas quienes consigan tirar de sus riendas particulares sin miedo a perder por ello ningún tren. Las personas aficionadas a la astronomía saben muy bien que no se puede disfrutar de observaciones decentes desde cualquier punto, saben que deben dirigirse a sitios alejados en plena naturaleza donde poder minimizar la contaminación y el ruido lumínico. Saben buscar el silencio deseado, algo bien diferente al silencio impuesto, como el que tristemente se está ejerciendo desde el poder con la calificada como ley mordaza, o el silencio más radical, el que imponía Juan Cantueso, protagonista de la magnífica novela de nuestro paisano Fernando Quiñones (siempre presumió de ciudadano de la Bahía). Cantueso, como decía, con su certera destreza y su fino puñal al que llamaba el moreno, aplicaba su ley a quien osara soliviantarle con alguna afrenta. Así propinó el silencio absoluto a un alguacil veneciano y cabrón que había tratado con desprecio el cadáver de su amigo de Candía, actual Creta.
Hay otros tipos de silencios, como el que impuso Orson Wells en mitad de su emisión radiofónica de la obra La Guerra de los Mundos, cuando un supuesto reportero narraba el acercamiento de seres marcianos hasta que, a través de su silencio, narró a millones de radioyentes su propia muerte. Y es que hay silencios que son más protagonistas que los sonidos que le rodean. A veces el sonido es el pedestal que soporta el verdadero mensaje, el silencio.
También debemos temer otros silencios. Para una madre, una habitación de niños en el que no se oye una mosca es la mejor indicación de que allí se está cociendo algo peligroso. Pero temor, temor… el que los ciegos tienen a los coches eléctricos. Pregúntenles. Un artilugio veloz y silencioso al que no puedes ver venir es un engendro demoníaco al que ellos temen más que a una pasnúa, término que escuché alguna vez en mi infancia y que tardé en descubrir que se refería a una espada desnuda. Y hablando de términos de mi infancia recuerdo también ese otro tan conocido por mis paisanos, sobre todo en el gremio de los mecánicos: el cinembló, o taco de goma que estratégicamente colocado en un motor, consigue amortiguar sus vibraciones y ruidos. También tardé en descubrir que su nomenclatura original venía del inglés, silent blocks, o bloques de silencio.
Recuerdo emocionado algún que otro poema o disertación de Félix Grande. Era un maestro a la hora de introducir silencios en los que depositar, como si de silos neolíticos se tratara, las emociones que nos iba transmitiendo con sus palabras. Era un artista a la hora de administrar silencios, cualidad que ha heredado con todas las de la ley su hija Guadalupe.
También Jorge Drexler sabe de silencios a pesar de ser autor y cantante. Nadie como él supo explicar el sentido de los mensajes transmitidos a través del silencio con su canción Doce segundos de oscuridad. Los marinos saben muy bien que los faros dicen más por lo que callan que por lo que alumbran, y es que la medida del tiempo que transcurre entre destello y destello es lo que, a través de unas tablas consultadas en plena navegación, les da las claves para averiguar qué faro en concreto les alumbra en ese momento.
Hace unos días pude disfrutar de una obra de teatro de la compañía La pata física: La biblia según Warren. Una ingeniosísima e irónica forma de hacernos pensar sobre dogmas establecidos, como el de la resurrección de Lázaro. El pobre hombre, después de cuatro días sumido en el más dulce de los silencios, se ve de nuevo en este mísero mundo rodeado de las penalidades de la época. En algún momento llega a preguntar a su resucitador y amigo: ¿Qué sentido tiene que me saques de esa bendición a la que tú llamas la vida eterna para traerme aquí de nuevo? ¿En qué quedamos? No lo pillo, amigo Jesús…
A veces, a tenor de las respuestas de ciertos organismos ante ciertas maravillas patrimoniales, dan ganas de devolver a su limbo maravilloso a los Lázaros que hemos sacado de su silencioso sueño de siglos, como los restos humanos del neolítico que componen El Abrazo. Me consta que se sigue investigando sobre estos restos, y me consta también que esas investigaciones se están haciendo en silencio por culpa de la falta de apoyo de las instituciones. Son tiempos de ruidos y la política es el arte del ruido. Lo de las nueces es otro cantar.
Por ahora, y mientras podamos, brindemos, pero eso sí, sin muchos aspavientos, en rumor más que en algarabía. Aprovechemos los ricos elixires que nos dejan disfrutar por ahora, aunque parte de esas delicias ya se la hayan agenciado los silenciosos ángeles que pululan esquivando telarañas entre barricas silenciosas. Salud.
Antoñín Díaz

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