Artículo publicado en el diario El Castillo de San Fernando (31-12-2015)
http://www.elcastillodesanfernando.es/2015/12/los-lugares-de-los-anos-de-la-ballena/
No soy hombre de patrias ni de soflamas,
pero si hacemos caso a Rilke en eso de que nuestra verdadera patria es la
infancia, entonces sí, en ese caso soy patriota de las películas de romanos en
el cine Salón, de las de Godzilla, Tarzán o Maciste en el cine Carraca, de los
cantos de guerra acompasados por la soldadesca infantil en el teatro de Las
Cortes –que salgan los convois o si
no, me voy-, de nuestras incursiones de guerrilla en pantalón corto por el
llano del TEAR, la Casería y los muros de los esteros, o de la eterna ofensiva
entre las barriadas Bazán y Carlos III –aquellas sí que eran pedreas y no las
que nos traen las bolitas de madera cada año por estas fechas-. Lugares comunes
con sus particulares leyendas y sus propias quimeras, como describió
magníficamente mi querido amigo Miguel Ángel López Moreno en su libro Crónicas de Villajovita, en este caso
sobre su infancia en Ceuta. Nadie como él para describir la búsqueda de una
quimera por parte de una pandilla de imberbes con su capítulo En busca de los siete lagos subterráneos,
en donde, casualmente, habla de una playa llamada La ballenera.
Hechos, compañeros de correrías y
lugares infantiles y comunes, esas son nuestras patrias. Y como yo no sabría
escribir de otra cosa, reconozco que Los años de la ballena podría ser un
catálogo de las localizaciones de la película de mi infancia y de mi propia vida.
Sé que la elasticidad y la buena cintura de un autor deberían capacitarle para plasmar recorridos de parajes
ajenos por los folios, con la misma gracia y soltura que lo haría al llevar su
café con leche desde la cocina al sofá. Pero ese no es mi caso, lo siento. Mis
relatos navegan siempre por aguas conocidas, será por eso que rara vez oigo
cantos de sirena, ni me atan los nautas a ningún mástil mientras me embaucan
los cantos lontanos. Y he usado a propósito la palabra autor, cuando todos sabemos que el primer propósito de quien
escribe es el de ser catalogado como escritor.
Hace unos días tuvimos la presencia del novelista Jesús Maeso en la Tertulia
Literaria Rayuela de San Fernando. Él mismo rechazó para sí la palabra escritor,
aun habiendo publicado ya once novelas, varios ensayos, libros de relatos,
poesía, etc. traducidos a muchos idiomas con enorme éxito y con miles de
ejemplares vendidos por todo el mundo. Se auto definió como un lector de
novelas que, además, escribe. Toda una lección de humildad, sobre todo para un
mundillo en el que lampamos por conseguir un lugar en éste nuestro particular y
local Parnaso. Es por eso y por otras reflexiones por lo que defiendo la
definición de autor, al menos en mi caso. Después de todo es un adjetivo que se
puede aplicar incluso a los delincuentes: “El autor de los hechos fue detenido in fraganti.”
Y continuando con los lugares
citados en Los años de la ballena, desde el edifico Banesto de la plaza de
Cataluña en Barcelona hasta la taberna del Manteca en Cádiz, son lugares que he
recorrido y mirado con ojos de niño absorto, algo que a mi modesto entender
agradece quien la lee. El catedrático de Historia de la Literatura y de
Literatura Comparada Dr. José Antonio Hernández Guerrero, autor del prólogo, ha
explicado este hecho con su magisterio habitual, nadie como él para explicarnos
este proceso en Los años de la ballena:
Es cierto que las novelas, por pertenecer al género literario de ficción,
cuentan hechos imaginarios pero también es verdad que, cuando el autor posee la
habilidad de enviarnos sutiles guiños ofreciéndonos datos comprobables, puede
lograr que recibamos la impresión de que relata unas historias reales próximas
a las que nosotros hemos vivido en lugares tan concretos como, por ejemplo, la
Plaza de Cataluña o el Barrio Gótico, de Barcelona; la Iglesia Mayor, la Calle
Real, La Carraca, La Constructora Naval,
la Plaza de la Iglesia, la Iglesia de la Pastora o el Caño de la Jarcia,
de San Fernando; una huerta de Chiclana: el Barrio de la Viña, la taberna de El
Manteca o la Cuesta de las Calesas, de Cádiz. En eso consiste, como es sabido,
el arte de lograr que los episodios narrados sean “verosímiles” y, por lo
tanto, creíbles. En el conjunto de descripciones y de narraciones, sin embargo,
he observado un permanente equilibrio entre las referencias a objetos y a
hechos reales, y entre los datos constatables y los episodios creados mediante
un esmerado ejercicio imaginativo.
Y continuando con la modesta
aportación de este autor que
suscribe, como les decía, no resulta extraño que uno de los atractivos
posteriores a la publicación de Los años de la ballena haya sido precisamente La ruta de la ballena, una ruta turística
y literaria por algunos de los lugares que recorren los personajes Rubén y
Marta, concretamente en Jerez de la Frontera, San Fernando y Cádiz, que
disfrutamos con lectores y lectoras de dentro y fuera de esta tierra.
Tomando de nuevo como referencia
el prólogo del Dr. José Antonio Hernández Guerrero, podemos comenzar por la
Plaza de Cataluña y el barrio gótico en Barcelona. Lugares en plena ebullición
en la década de los setenta donde, al igual que las calles de París en la
revolución del 68, se convertirían en el escenario de protestas y
manifestaciones pidiendo amnistía y democracia. Rubén, protagonista en esta
fase de la novela, actúa aquí como testigo de excepción. En esta ocasión, a
diferencia de su actitud en su posterior visita a Andalucía, hace de notario de
la realidad sin intervenir en ella:
Una especie de corriente eléctrica
recorrió entonces el cuerpo de Rubén. Concluyó que de pronto había sido
protagonista de algo parecido a un bautismo periodístico. De golpe entendió lo
que suponía el periodismo en aquellos días y como si de un acto ceremonial se
tratara, se unió a aquella extraña comunidad de testigos de excepción, a aquel
grupo de extravagantes notarios de días tan históricos… y tan cotidianamente
grises.
Sin embargo, como suele suceder,
Rubén se deja conquistar por “lo andaluz”.
Llega a nuestra tierra y toma el papel de protagonista activo. Investiga,
intenta conocer, ahonda en historias pasadas y se enfrasca en la frenética y
atractiva búsqueda de Marta, la señora andaluza que conoció casualmente en
Barcelona y que huyó nada más verle. Para ello pisa los mismos suelos que pisó
Marta en la Guerra Civil: La Iglesia Mayor, la Calle Real, La Carraca, La
Constructora Naval, la Plaza de la
Iglesia, la Iglesia de la Pastora… empapándose del mundillo de Marta, el mundo
de San Fernando, nuestro mundo. Ese que nos cala hasta los huesos y que por ser
tan locales son también universales:
Llegué a mi casa que no podía ni
hablar. Abracé a mi niño y me llevé horas en la mecedora sin decir ni pío. Al
día siguiente, anocheciendo, fui a buscar de nuevo a Don Arturo, el sargento,
pero esta vez fui a su casa. Vivía cerca de la mía, junto a la Iglesia de la
Pastora. No tuve que decirle nada. Cuando entré en su casa le vi sentado con un
brazo apoyado en la mesa y la otra mano sobre su rodilla…
Lugares reconocibles, sí. Rincones
de nuestra tierra y nuestra memoria, pero que dan la consistencia de
credibilidad para que los lectores ajenos a estos nombres no se sientan seres
extraviados en parajes extraños.
Pero no se lo van a creer,
traía agarrado por el brazo al Congui, el del Zaporito. El chiquillo tendría unos trece o catorce años. Estaba
renegrío de bañarse en los muros y siempre se estaba haciendo el chulillo, el
más valiente. Cuando yo pasaba por el puente Zuazo lo veía en lo alto del
pretil esperando a que alguno le diera una perra gorda.
El Zaporito, el puente Zuazo. ¿Hay sitios más emblemáticos
que estos en San Fernando? Espacios que recorrí de niño por los que galopan las
ideas antes de reflejarse en el papel. Y mientras les estoy escribiendo estas
letras se me embriagan los sentidos con el aroma a aliño de aceitunas que
emanaba de unas puertas en la calle Santiago, frente a la ventana de la casa de
mi abuela, a un paso y medio del Zaporito.
te estaba diciendo que cuando salí iba tan desorientada que pasé de largo
por el castillo, había recorrido media calle Real entre la gente sin ver a
nadie ni pensar siquiera por dónde iba. De pronto me di cuenta de que un carro
iba a mi lado andando. Con el ruidazo que hacían las ruedas esas de hierro y
las herraduras del caballo y yo sin escucharlo siquiera, como cuando me hablaba
al lado la tía puñetera del mercado…
Castillo de San Romualdo, calle
Real, plaza de abastos… Son varios los lugares cañaíllas citados en este
párrafo y también son varios los protagonistas de la novela, varias sus voces
con entonaciones diferentes, como la que oye Rubén en boca de un viejo asiduo
de los güichis cañaillas:
De vez en cuando nos acordamos de la gente que ya no está, y ayer mismo
estuvimos hablando de Merceditas Prián. La primera vez que la vi fue allí
mismo, en la Alameda, y para mí que se me presentó una imagen celestial. Si eso
me sucediera ahora me avivaría de nuevo los tizones de una vida que, por muchas
historias que os cuente, en realidad no pasó de ser un rescoldo. La niña de
Prián el de las concesiones de los vapores, tú la conociste Paco, se bajó de un
charré con un caballo tordo español que quitaba el sentío.
Este artículo sería demasiado
extenso si me prodigara en todas las localizaciones de la novela. Podría seguir
explicando mi amor por mi tierra y su patrimonio cultural y natural, pero creo
que hay luchas que se desarrollan mejor ejerciendo la sutileza contundente de
una metáfora, de una vivencia o una trama literaria sobre el papel, blanco
sobre negro. La literatura contra el
historicidio, como diría la periodista y novelista sevillana Eva Díaz
Pérez.
He tenido muchas satisfacciones
con Los años de la ballena: saber que puede haber alguien que pasee junto a la
Casa del Turco en la calle Real y se haga ciertas preguntas a raíz de su
lectura, o que eso mismo suceda al mirar la fachada de la Casa Lazaga, o el
mercado, o Capitanía, o que más de un lector se pregunte dónde está situado el
caño de la jarcia… Detalles como esos o tener la posibilidad de hablar y
explicar sus localizaciones a personas que nunca habían estado en Cádiz y su
provincia. Pero lo que más me enorgullece es ver que la ballena continúa, que aún hay multitud de posibles lectores de esta
historia tan nuestra que se van sumando al carro de los seguidores de sus
singladuras y lugares. Ya veremos hasta dónde da el fuelle de sus pulmones. Por
ahora, mientras navegue, que ustedes la disfruten y que el nuevo año les
traigan singladuras agradables y placenteras.
Antonio Díaz González
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