La
flamígera memoria de Antonio Díaz
Por Mauro Barea
Suelo
leer libros con temática local para que, a través de las ficciones y sus
profundidades, los personajes me presenten diferentes ángulos de la tierra que
piso y de la que desconozco muchas cosas. Escribir amparado en el ámbito local
es una cuestión delicada, pues la mayoría de estos textos fracasa en intentos
burdos porque sus autores suelen perderse en la superficialidad, consecuencia
del abuso de los artificios el lenguaje y del «creer conocer la calle donde
nació». Conocí San Fernando hace ya unos seis años, pero llevo residiendo dos;
por curiosidad propia suelo documentarme allá adónde voy, no solo de la
orografía y lo obvio del paisaje superficial; me aboco a conocer el pasado que
ha convertido en presente, en este caso a La Isla de León. Magistralmente
editado por el Club de Letras de la Universidad de Cádiz y bellamente ilustrado
por Carlos C. Laínez, La memoria en llamas es un libro cuyos personajes me
cuentan historias personales, a veces con una carga introspectiva que da la
impresión de estar acechando por una ventana secreta. Y así lo hace Antonio:
señala y abre resquicios en la piedra; sitios que a simple vista no
encontraremos en la Calle Real, en la calle San Rafael, o en las barcas de la
Casería. Personalmente, eso es lo que busco en libros de una tierra que quiero
comprender, y Antonio me echa un cable muy bueno con su narrativa, que hay que
decir, es impecable y amena. Independientemente de que su temática se centre en
puntos que para un no nacido aquí como yo sean incomprensibles, con Antonio
ocurre un fenómeno curioso: logro visualizar lugares y situaciones con nitidez,
reconozco ciertos hilos que pueden conectar con mi bagaje cultural y de
experiencias lejanas. Debo acotar que también me crie en la costa y comparto
con Antonio el aroma de la sal marina, los cuarenta a la sombra y el placer
absoluto de sumergirse en el mar. Las épocas en las que se centra el libro son
cercanas a mi infancia, aunque nunca conocí el jabón Lagarto, no he saboreado
un tazón de poleás, mucho menos conozco el potaje de berzas. La temática del
fuego puede resultarnos engañosa: no todas las historias se centran
obligadamente en este elemento —aunque algunos lo lleven muy bien escondido, o
cumplan como un símbolo tras bambalinas—, pero los personajes cumplen la función
de «arder» bastante bien y fungen de puente con las historias: el desesperante
Alinandito, los sinvergüenzas Congui y Mori, el inolvidable Antoniezú, y los
«fenicios» que dan título a Rosario y Chano, uno de mis relatos favoritos. El
libro se presenta como la pleamar de Camposoto: los relatos, que inician con la
extensión de una sola —y potente— frase, se van engrosando conforme uno se adentra
en la lectura. Las olas de palabras van anegando la playa de papel ahuesado,
hasta terminar con relatos ricos y complejos, entonces llegamos al incendio
máximo. Un libro con esta temática local no puede ser condenado a la
ignorancia. Como mexicano tratando de adaptarme a una región tan rica como la
andaluza, La memoria en llamas me transmite muchos y variados elementos para
lograr la conexión con las tierras de Cádiz. Su prosa, como ya he mencionado,
amena y sin mucha floritura a pesar de sus coqueteos con la poesía, es el tipo
de narrativa que se agradece cuando las profundidades del pensamiento —de la
cabeza de Antonio— son llevadas a las historias, donde prevalece un área
geográfica muy pequeña y que el lector a duras penas puede conocer en la
realidad. La memoria en llamas es un
llamado a la experiencia y el deleite de las historias locales que pueden
resonar en cualquier parte del mundo. Si el libro funcionó bastante bien con un
mexicano, no me imagino lo que producirá en el gaditano, en el andaluz.