Poco
a poco se fue sintiendo más calmado. El ruido de sus bronquios pasó a ser
acompasado y leve. Una sensación extraña le hizo disfrutar, al principio como
la luz de un faro intermitente, con idas y venidas de sus dolores. Los
destellos de dolor y luz se fueron transformando en aromas. Primero el del
aceite caliente, luego el de la cáscara de limón y más tarde de la matalahúva. Se
olvidó por completo de su respiración forzada y agria hasta antes del chute en
vena. Ahora tenía otra ocupación en sus sentidos, el anciano veía de nuevo a su
joven madre ofreciéndole un tazón de poleás con coscorrones de pan frito y
canela. La vida no quería despedirse sin aromatizar la habitación del hospital a base de infancias
y caricias.
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